Fui demasiado cobarde para amarte pero todavía pienso en ti

Cuando alguien te lastima sientes que todos lo harán. En ocasiones me convenzo a mi mismo que eso me pasó a mí, tal vez porque es más fácil reconocer que me estaba protegiendo antes de reconocer que me faltó valor.



Hace unos años conocí a una mujer maravillosa, como pocas, tenía una mirada inquietante, profunda, era callada y…peligrosamente hermosa.

Nos conocimos en el trabajo, ella era parte de mi equipo y aunque en el primer momento noté una tensión sexual entre ambas, decidí mantenerme al margen y no crearme la idea de un posible coqueteo.


Fueron meses los que trabajamos juntos, fuimos a varias fiestas y hasta bailamos. Ella siempre me sonreía. Su mirada y la mía se iluminaban apenas se cruzaban, pero yo siempre fui muy renuente porque no quería involucrarme con alguien con quien compartía tanto tiempo y mucho menos con alguien del trabajo.


Sabía perfectamente que mi responsabilidad estaba en enseñarle y por más que me muriera por tocar su hermosa piel canela, debía mantenerme lo más lejos posible de esos ojos miel que ya eran le perdición de todos mis compañeros de oficina; compañeros que para ella pasaban desapercibidos.


Muchas veces vi cómo la invitaban a salir frente a mí, innumerables fueron las ocasiones que presencié los coqueteos de otros compañeros mientras ella solo sonreía, temblaba nerviosa y me miraba de reojo, como queriéndome decir: tranquila yo solo pienso en ti.


Yo que me había prometido jamás volver a creer el mito del amor, estaba rendida ante su belleza, a la sutileza de su sonrisa y mi deseo de plantarle un beso crecía todos los días, sobre todo cuando al despedirse de mi, me rosaba las mejillas con sus perfectos labios rosas y al mismo tiempo me tocaba el hombro.


Pero fallé. Llegó ese día en que mi fuerza de voluntad se doblegó al deseo.


Una noche yo y parte del equipo de trabajo fuimos a celebrar, bebimos mucho vino, bailamos mucho. Ella y yo reímos como locos y cantamos juntos en el karaoke.


Terminamos ebrios en mi casa, en mi cuarto. Ni siquiera recuerdo bien quién dio el primer beso, pero esa noche nos fundimos entre las sábanas.


Esa noche fue quizá una de las mejores experiencias de mi vida, nuestra sensualidad se desbordó porque los cuerpos no mienten.

Todavía al despertar y con la plena conciencia de que unas horas después nos tendríamos que saludar como si nada en la oficina, nos volvimos al amor como si el tiempo no pasara.


Ella se puso la ropa y se marchó a su casa y yo; yo la dejé ir con el amor en los labios.


Me bastaron unos minutos para que mi mente empezara a correr a mil kilómetros por hora, ahí estaban de nuevo mis fantasmas gritándome que el amor no era algo para mí y que las relaciones apasionadas solo me llevarían al precipicio del dolor, donde ya había estado antes, en ese profundo pozo del que no se sale.


Jamás olvidaré su rostro al verme entrar a la oficina y yo, como la cobarde que fui, apenas si le dibujé una sonrisa. Estaba dispuesta a dejar nuestra experiencia como aventura de una noche.


Me justifiqué diciendo que no podíamos tener una relación si trabajábamos juntas, que sería algo que nos afectaría a las dos. La verdad es que el amor es un acto valeroso, uno que yo no estaba dispuesta a enfrentar.


Ella no dejaba de escribirme, de mandarme versos. Yo terminé por decirle que la historia que esperaba de nosotros no iba a pasar jamás. Me consideraba incapaz de estar en una relación en ese momento y era mejor que me olvidara, le dije que esa no era la única vez que tendría un amor de una noche y que se le iba a pasar. Le quebré el corazón.


Se lo rompí porque pensé que era la única manera en que podíamos olvidarnos de esa apabullante pasión. Pero me equivoqué.


El último día del año, aquella mujer de los ojos miel me volvió a llamar. Aterrada de lo que pudiera decirme y deslindándome de mi responsabilidad no atendí el teléfono, lo dejé pasar.


Unos meses después me dedicó un mensaje precioso, versos donde me describía la brevedad de una pasión que no fue por culpa de mi cobardía, por no querer amar a quién quizá me amó como nadie. Me dijo cosas que jamás pensé despertar en nadie.


Pero no había vuelta atrás, yo maté ese amor y ese día leí ese mensaje mientras me trepaba a un avión que me alejó a kilómetros de ella, no por la distancia, sino porque sabía bien que en cuanto yo leyera ese mensaje ella ya me estaría enterrando.


Y aquí estoy sentada en este balcón recordando lo que no fue porque fui demasiado cobarde para amarla, pero aún pienso en ella.

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